domingo, abril 20, 2014

IMAGEN Y BÚSQUEDA (I) – El corazón del ángel y el pez dorado




(Columna originalmente escrita en 2013 para la publicación Mexicana "El faro literario")


Hay dos grandes momentos para un escritor que se me ocurren ahora, a altas horas, en la casa vacía; al menos para un tipo determinado de escritor que soy –entre otros- yo: el momento en que todos los libros se convierten en uno y uno es todos los libros y el momento en que brota una imagen cuyo significado ignoramos pero que nos llama una y otra vez con la seguridad de quien tiene algo esencial que decir.

Este último habla del origen mismo del acto de creación y de su misterio intrínseco (si no hay misterio intrínseco también es creación, pero la diferencia viene a ser la que existe entre la fecundación y la orfebrería). El segundo momento, en cambio, habla de los vericuetos, también misteriosos a menudo, del proceso que lleva desde aquella imagen hasta el resultado final. Ambos son momentos difíciles de explicar a quien no los haya experimentado. Suenan un poco a discurso de señor enflaquecido al que los libros de caballerías le han sorbido el seso. Algo de eso habrá, quizá.

Empecemos por el segundo.


-“Todos los libros el libro”

O todos los discos el disco. O todas las mujeres la mujer. Con esa idea que a buen seguro no inventé yo, trataba el otro día de definir lo que me pasa mientras trabajo, en esos raros instantes en los que, por alguna razón, entro en vena y todo se vuelve fácil y “necesario”. Es algo que sucede, en todo caso, atado al banco, a esa mesa de escritor que acaba por ser casi un fetiche -creo recordar que Hemingway escribía a lápiz y sobre un caballete en sus últimos años, pero la diferencia es sólo aparente-. La mesa: un centro de recepción y procesado de residuos, una cabina de mando olvidada en la selva y un altar, todo al tiempo: el ara oculta donde uno hace sus pequeños sacrificios e inventa a la divinidad al mismo tiempo. Porque El escritor es un chamán sin fuerza aparente a la que aludir, y debe al tiempo crear el culto y crear al Dios. Que además sea capaz de creer en ambos es algo realmente misterioso. Quizá sea como creer en sí mismo.

Pero divago. “Todos los libros el libro”. Sucede, decía, que en algún momento de la elaboración, uno empieza a percibir que prácticamente cualquier libro que ojee le sirve como fuente: Leerás un rato y encontrarás lo que buscabas. Descubrirás asombrado que ese volumen nimio y tomado al azar para descansar un rato hablaba específicamente (¡y con qué lucidez!) de aquello sobre lo que tú tratabas de discurrir. Curioso, pensarás. Otro día cogerás otro libro cualquiera y te volverá a suceder. Extraño, sí. Y pronto casi todos los que toques parecerán aludir de uno u otro modo a tus propias obsesiones; y allí estará el nudo, deshecho de un tajo luminoso. La explicación me parece sencilla: cualquier libro es, en efecto, el libro. Todos los libros son el mismo y uno es todos. Todos hablan de las mismas cosas (aquellas sobre las que tú te preguntas) porque todos ellos hablan de lo esencial (los buenos yendo a su centro, los malos evidenciándolo con su ausencia). Tu método y tu mérito habrán sido probablemente sencillos: rodearte de buen material y persistir en una línea que se dirige hacia ESO que es esencial. Cuando tus preguntas se enfocan a los problemas inevitables, únicos, la respuesta, bien sea parcial, siempre está ahí, y en un momento de canalización, ves. Has entrado en una corriente. La corriente quiere llevarte y tú debes dejarte llevar. Normalmente no lo hacemos, nos resistimos y saboteamos nuestras posibilidades de fluir porque nos asustan esas cosas que parecen mágicas y en realidad no podrían ser más naturales. O quizá es la vida misma la que nos distrae y nos desvía.

Pero ¿sucede sólo con los libros? Supongo que no, pero los libros son juguetes muy útiles, muy educativos; juguetes educativos para niños, porque somos apenas niños que balbucean. Supongo que un hombre –eso que raramente llegamos a ser- no necesita un libro para preguntar y encontrar respuestas. Quizá puede observar una piedra o escuchar el viento, y ellos le hablen de manera clara, como te habla un amigo. Creo que realmente debe ser así. Creo que en un momento de la evolución los intermediarios desaparecen y uno es libre y común para él universo. ¿Misticismo? No soy precisamente una mística flor, quienes me conocen lo saben. Pero es aceptado, como hipótesis, que vivimos en un universo y que, en consecuencia, formamos parte de él. ¿O no es así? La imagen mental El otro momento, no tan distante en esencia, si se piensa, aunque anterior en el tiempo, es la floración de la imagen. Ese brote súbito que se encasquilla en la memoria. Esa idea aparentemente aleatoria pero que parece gritar “¡Tengo un sentido!”.

En la búsqueda del sentido de ese brote se construyen catedrales: es el pequeño gran inicio del mundo para los escritores que viven de imágenes, y puede aparecer en la vigilia, pero tampoco es raro que llegue a la playa desde un sueño.

No todos los escritores funcionan así, claro. De hecho creo que son pocos. Borges decía –como crítica- que Nathaniel Hawthorne era uno de ellos. David Lynch, en su libro “Atrapa el pez dorado” (Editorial Mondadori), un aperitivo algo naif pero que contiene unas cuantas verdades incontestables que es bueno recordar, habla con bastante claridad de eso que yo llamo ‘imágenes mentales’ y de su sentido: “Una idea es un pensamiento”, dice. “Es un pensamiento que abarca más de lo que crees cuando se te ocurre. Pero en ese instante inicial salta una chispa. En una tira cómica, si alguien tiene una idea, se enciende una bombilla. Ocurre en un instante, como en la vida. Sería estupendo que la película entera se te ocurriera de una vez. Pero, en mi caso, me llega a fragmentos. El primero es como la piedra Rosetta. Es la pieza del rompecabezas que indica dónde va el resto. Es una pieza esperanzadora. En “Terciopelo azul” fueron primero unos labios rojos, unos jardines verdes y la canción, la versión de Blue Velvet, de Bobby Vinton. Después llegó una oreja tirada en un campo. Y ya está”.

¿Ya está qué?

Ya está aquello sobre lo que puedes empezar a preguntar(te), aquello que tiene un valor esencial como símbolo que aún permanece oculto. Aquello que nos seguirá llamando hasta que descubramos cuál es ese significado, o articulemos, al menos, las palabras necesarias que deshagan la tensión.


-Una mujer y un campo de amapolas

Me fijo en la última frase del párrafo anterior y me digo que tiene sentido: “(…) o articulemos, al menos, las palabras necesarias que deshagan la tensión”. Eso quiere decir, que –al menos en mi experiencia- la imagen se conjura y se articula comprendiéndola o bien comunicándola con palabras aunque uno no haya accedido en realidad a su significado profundo. Uno no sabe tampoco muy bien porqué devuelve al agua a un pez que boquea en la orilla, al fin y al cabo.

Creo que era Alan Parker, otro cineasta ocasionalmente oscuro, el que decía - pero cito de memoria una anécdota contada y recontada hace años, así que estará indudablemente deformada, probablemente para bien- sobre su película “El Corazón del Ángel”: “Por favor, el que sepa qué significa que venga y que me lo diga”. Puede parecer una ‘boutade’ –e incluso serlo- pero no suena absurdo cuando uno tiene la suerte buena o mala de construir sus ficciones así, desde ese vacío en el que de pronto surge la imagen mental, intocada, hermosísima.

Otro ejemplo. Una vez escribí una novela, y partía de una imagen cuyo sentido ignoraba. No supe que quería contar o, más bien, qué tenía que contar hasta pasada la mitad del libro. Es un libro fallido según los paradigmas al uso, pero como historia bajo la que corre otra historia –la del hombre que partiendo del brote misterioso busca y finalmente encuentra lo que debe contar- no tiene precio, al menos para mí. Una vez más, sin embargo, mi comprensión del hecho fue sólo parcial. Supe lo que tenía que contar, y eso me liberó, pero no supe con seguridad qué significaba. El rezo articulado libera. La imagen correctamente invocada se da por satisfecha y te permite la calma. Tú puedes seguir buscando por tu cuenta la parte de su sentido que se te escapa aún. Probablemente muchos sabios, empezando por Jung, han planteado teorías que pueden dar perfecta explicación a estas cosas pobres que digo. Quizá ni siquiera hagan falta sabios para ello, para desvelar algo tan clara y bellamente inserto en nosotros mismos. No lo sé.

Un tiempo después tuve otra imagen mental: estoy sentado y observo (como una cámara que observa). Veo un campo muy verde, pero también muy rojo. Ahora una mujer avanza cortando a través del campo, desde la izquierda hacia la derecha. Avanza rápido y decidida, obstinada. También ella lleva un vestido rojo. Después pienso que el rojo del campo quizá sean amapolas. Y veo que su vestido es de un rojo pardo, deslustrado. Y sé que estamos en la edad media. Esa imagen lleva conmigo dos años. La veo cada día y es el arranque de otro libro que tengo que escribir. Ignoro por completo lo que quiere decir, pero estoy en esto con el señor Lynch. Sé que si puedo escribiré ese libro por una razón sencilla: la imagen no me abandonará hasta que lo haga. Y aunque es una imagen hermosa, es inquietante también. Y es inquietante saber que hay algo esencial que está por conocer.

Queremos paz.

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